Esta historia, define la filosofía de una conducta y narra un hecho real, acontecido hace más de 60 años en un pueblito de la “pampa gringa” cordobesa.

Transcurría la década del ´40 y el pueblo constituía, por ese entonces, un ente con mayor autonomía que la actual, pues tenía lo necesario para ello: un almacén de ramos generales y una escuela primaria; además  de panadería, verdulería, carnicería, peluquería y, por lo menos, dos boliches. Y sucedió precisamente en uno de estos antros, el que se situaba en la esquina, muy cerca del salón de fiestas, una tarde de domingo, con agobiante calor y muchos parroquianos reunidos; unos tomando el “ajenjo” con hielo o el  “potrillo” de vino tinto “fresco del pozo”; otros, incluso, jugaban al truco. Y era en este terreno donde proferían vibrantes exclamaciones, definidas por puerca, vaca, yegua…y todas con algún aditamento.

El mayor bochinche provenía de una mesa muy próxima al mostrador. Apoyados en éste se hallaban el policía del pueblo, don Ruperto, siempre pronto a recibir alguna atención líquida, sin importar, seguramente, la procedencia ni el color; y  casi pegado a los truqueros estaba Pitín, un diminuto sujeto, de mediana edad y asiduo concurrente. De espaldas a Pitín, uno de los contendores, lo llamaban Chiquinot “el loco”, con un viejo revólver oxidado de calibre 38 en su cintura; el cual tenía una tarde negra porque había perdido unos diez partidos al hilo; lo embargaba ese deseo, bastante difundido en todos los tiempos, de buscar culpas en los demás.  Por ahí su compañero de juego le dijo: “me parece que Pitín nos embroma porque le hace señas a los contrarios”.

No hubo que esperar más, porque Chiquinot dio un salto, acompañado de la caída de sillas, vasos y botellas; con reacción felina cazó al acusado por el cuello y lo llevó hacia fuera del local. Allí lo acostó boca arriba y comenzó a descargar su artillería de salvajes puñetazos. Los presentes, aún atónitos por el espectáculo ya que conocían bien las locuras del atacante, alcanzaron a gritarle en coro al policía: “¡Proceda rápido agente, que lo va a matar!”.

Así lo hizo don Ruperto; con asombrosa velocidad, casi impropia de un ser humano, se dirigió al lugar de la contienda y acto seguido le metió dos cachetadas que resonaron en la mejilla del pobre Pitín; e inmediatamente tomó del brazo a Chiquinot, que lo miraba paralizado, y le exclamó: “¡Dejalo, ya le pegamos a este infeliz, volvamos al boliche porque tengo una sed…!”

Finalmente, por esta historia quiero destacar dos intenciones; la primera, comprobamos con frecuencia que la filosofía de esa conducta al momento de ejercer la autoridad, que aquel agente de policía aplicó hace tantísimos años, conserva aún hoy día lozana vigencia en todos los estadios sociales. Y la segunda, este relato contiene un emocionado homenaje a mi padre, pues fue él quien me contó este suceso, del cual había sido testigo presencial.