Hallamos el origen del impuesto en la necesidad de crear recursos destinados a mejorar, de manera organizada, la calidad de vida de la gente que conforma un pueblo. Luego, a partir de esta definición, es básico considerar que tal impuesto debería  relacionarse al ingreso  de las personas afectadas. Y si por otro lado, la imposición recae en los muebles o  inmuebles, aquí es menester  calcularla sobre el valor de cada bien. En consecuencia, existe un impuesto aplicado al ingreso bruto o la ganancia neta, que pueden corresponder a personas físicas o jurídicas. La otra contribución es sobre el patrimonio, representado por los bienes muebles, inmuebles  y el capital de trabajo que posee el contribuyente. La interpretación legislativa  respecto a los impuestos mencionados en general es correcta, pues contempla un mecanismo por el cual no solo paga un monto más elevado el que más tiene o gana sino que la proporción también aumenta, es decir que a mayor ganancia o capital, mayor será el porcentual que corresponde aplicar en la determinación del gravamen. Y este procedimiento se denomina  “progresividad impositiva”. No obstante, existen otros impuestos conocidos por “impuesto al consumo”, cuya característica principal es la “regresividad impositiva”, por la cual en los bienes y servicios adquiridos paga igual cantidad de  impuesto  tanto el pobre como el rico.

 Posterior a este brevísimo análisis debemos convenir que en la actualidad incursionamos, muchas veces, en una proyección perversa. Y es en el momento que  los impuestos son aumentados, por ejemplo, muy por arriba de la variación del costo de vida real en igual período y, por lo tanto, ese incremento es superior también  al dispuesto en  sueldos o ingresos por trabajos realizados en general.  Si reiteramos el procedimiento a través del tiempo, la situación  elabora y consolida en el transcurso esa proyección  perversa que ya mencionamos. Sin dudas que para comprender sus efectos no hace falta ser  ministro de economía, ni especialista en temas impositivos,  basta solo con trabajar todos los días y a fin de mes, a pesar de asir muy fuerte el fajo, vemos  cómo se esfuma gran parte de nuestro sueldo por abultados montos a pagar de manera compulsiva, y cada vez con más frecuencia en las cuotas correspondientes.

 Resulta muy simple percibir que, si insistimos en tal proyección, llegará un día (y no es utopía sino una simple tendencia matemática) en que el monto del sueldo básico de una persona se equiparará a la suma de sus impuestos del mismo mes, la cual conservará inclusive la tendencia a superar dicha remuneración  ¿Sería racional arribar a esta situación? Es evidente que no.

 ¿Por ello, cómo prevenir este riesgo?

Es muy sencillo. Debemos comenzar por establecer mediante una  ley (y si fuere posible, dentro de la misma Constitución nacional y provincial) que los impuestos de orden municipal, provincial y nacional jamás podrán aumentarse por encima del costo de vida en el mismo período. Por otra parte, es cierto que la evasión impositiva es un verdadero flagelo que corroe los cimientos de una sociedad organizada, pero lo es también la excesiva presión  tributaria, donde a partir de cierto nivel el contribuyente evade ya no por convicción sino por  obligación, pues allí entra en juego su propia supervivencia.

 Al final, uno espera siempre que la sensibilidad humanista de los dirigentes proteja  al pueblo contribuyente, por arriba del crecimiento ineficaz de las estructuras o el gasto improductivo. Pero con demasiada frecuencia  la realidad nos muestra  que no es como creíamos que debía ser.