Debía viajar lejos, transitando un tramo inevitable del escarpado camino de la precordillera andina; en una parte de este recorrido existe una aldea, que parece alejada del mundo de las personas aglomeradas, con preferencia, en populosos centros urbanos. En una oportunidad de poco tiempo atrás me dieron algunas precisiones de que en ese remoto lugar habitaba la señorita Raquel, aquella maestra del colegio primario, cursado hace más de cuarenta años. Necesitaba preguntar dónde hallarla, pues ya conocía que vivía sola y en una pequeña casa.

Luego de andar muchísimos kilómetros arribé al minúsculo poblado, algunas edificaciones esparcidas, con rojos tejados en pendientes muy pronunciadas y paredes de diversos colores lo conforman. Numerosos pinos y adornados jardines confieren al conjunto un singular paisaje policromo suspendido en el tiempo que transcurre lento y en silencio, como dentro de un cuarto donde se guardan los recuerdos más queridos, con el propósito de que resistan incólumes el paso de los años.

En el ingreso nomás detuve el vehículo frente a una vivienda enclavada en el amplio parque, descendí y caminé unos pasos; al batir las manos pronto asomó un hombre mayor, de  evidente fisonomía aria, remarcada por el acento de su voz al responder mi saludo.

-¿Conoce a la señorita Raquel?-pregunté-

-Sí  ¿Ve allá en la cuesta, la casita celeste?  Ése es su hogar-respondió con finos modales-

Entonces, dí las gracias con especial énfasis por la amabilidad recibida; pero principalmente porque de inmediato la emoción  comenzó a invadir mi ánimo, sentía un cosquilleo en el estómago y hasta las piernas me temblaron. Mil cosas inundaron el pensamiento y los  sucesos ocuparon el espacio de mi mente, aportando la sensación inconfundible de estar inmerso en tiempos lejanos; en que un torbellino  de imágenes aceleradas permaneció durante la breve demora, necesaria para transitar la distancia hasta el lugar encaramado en la cuesta.

Un tejido rómbico sostenía es espeso ligustro que circundaba la vivienda, y dentro del perímetro un hermoso ejemplar ovejero alemán ladró al acercarme, como advirtiendo los límites de la propiedad. La campanita dispuesta en un sencillo portal era el medio para anunciar mi presencia; accioné el badajo con mano trémula y enseguida apareció en el umbral una anciana apoyada  en un bastón, que preguntó con intacto garbo de maestra  ¿Qué desea  señor?  En verdad me costó bastante responder, porque en el mismo instante retrocedí más de cuatro décadas y mi mente se llenó de infancia vestida con guardapolvo blanco, en medio de tantos compañeros que se divertían con las simples cosas de la vida.

-¿Señor, necesita algo?-preguntó nuevamente-

-Sí, quiero abrazar a la señorita Raquel-respondí-

-Pero ¿Usted quién es?

-¿Recuerda a la escuelita de Luxardo y  a  Carlos Evasio Maggi?

-¿No me digas que eres Evasio?

-Sí, el mismo. Y vengo a expresarle mi eterno orgullo de  alumno, con la profunda emoción de volverla a ver-dije con voz entrecortada-

El abrazo fue la reacción natural y un requerimiento del corazón de ambos, y las lágrimas también compartieron aquel reencuentro. De inmediato me invitó a ingresar en el reducido y confortable living, cuyas paredes mostraban las pinturas de varios colegios, donde ejerció el magisterio durante tantísimos años; luego de acomodados en sendos sillones, al momento retrocedimos casi medio siglo y sólo hablamos de aquellos tiempos lejanos y bellos, allí  trajimos a la memoria  anécdotas y compañeros. Después  narré brevemente el modo en que continué construyendo mi destino; y la señorita Raquel, no ocultó su satisfacción por el progreso logrado y, con seguridad, por ser ella artífice cultural de mi primera etapa  escolar.

Casi una hora duró la reunión, y  bastó para sellar una impronta en el sentimiento de los dos como un imborrable y tierno instante de la vida. Las obligaciones demandaban proseguir la marcha; en consecuencia, caminamos lentamente hacia el portal. Todas las veces que pasaré por aquí vendré a visitarla, prometí;  pero el devenir quiso que esta fuera la única oportunidad. Adiós señorita Raquel…Pronto,  quedó sólo en el recuerdo la imagen de mi vieja maestra de pie en el umbral y apoyada en su bastón; mientras me despedía con la mano izquierda en alto y sus  labios dibujaron una leve sonrisa con matiz de profunda  nostalgia.