Tres fueron los elementos que contribuyeron a definir en el pasado, aunque en manera decreciente, la idiosincrasia de la gente de campo y poblaciones menores;  la fervorosa religiosidad católica, el temor profundo y permanente a ser prejuzgados,  con el pensamiento puesto siempre en el  “qué dirán”; y la espeluznante superstición. Sentimientos del ideario popular que tuvieron plena vigencia hasta el año 1950, aproximadamente; luego irían menguando rápidamente.

Constantemente los pobladores de la vecindad, allá en mi pueblo, que conformaron  las comisiones con el fin de organizar y realizar diversos eventos, crearon oportunidades para ratificar, en cada caso, la fe y devoción hacia las imágenes del culto católico, único y casi excluyente, practicado en la amplia zona. En consecuencia, abundaron las jornadas de manifestación a través de misas celebradas en la pequeña iglesia y con procesiones que transitaron principalmente el contorno de la plaza del pueblo; precedidas, según la ocasión, de la imagen de san Roque, santo patrono, de la Virgen  o de cualquier otro santo benefactor que, a criterio local, merecía una demostración de  acendrada y explícita veneración. Todo acontecimiento era factible sólo si el cura de la jurisdicción podría venir a presidir los actos religiosos; porque mi pueblo nunca tuvo párroco propio. Y los feligreses consideraron estas convocatorias como actos purificadores de pecados, con sacramental obligación de participar en ellos.

A las personas mayores del lugar, recatadas y conservadoras por naturaleza, las aterraba el “qué dirán”, y cada una de ellas constituyeron una fuente inagotable de prejuicios; los cuales intentaban transmitir por prácticas e imposiciones a sus  hijos, cuya juventud, espontáneamente incentiva y acrecienta la despreocupación y  la innovación permanente de los usos y costumbres. Por ello propusieron, con frecuencia, modos espeluznantes y oprobiosos para la consideración conservadora a ultranza de sus padres y del prójimo adulto en general. Por ejemplo, la moda del cabello largo y el empleo del champú para su lavado;  el modo de bailar mejilla a mejilla; la osadía de alguna joven por salir sola con su novio, aunque fuere de día únicamente; o el simple deseo de correr por algún camino, practicando el maratón. Porque eran evaluados con endilgados permanentes, y sin admitir pruebas en contrario, aplicando para cada caso el definitivo mote de “maricón”; degenerados; mujer ligera; y pobre loco, respectivamente.

La superstición, fundada particularmente en la acción perversa ejecutada por una “bruja” (siempre una mujer) que hacía “del mal” a otras personas, como tarea remunerada y por encargo de alguien con aviesas intenciones; anidó profundamente en el ideario popular. Múltiples y tenebrosas experiencias vividas por muchos paisanos que relataron acontecimientos paranormales, donde la “luz mala” tuvo asiduo protagonismo y la fuerza del mal ocupó un momento, casi  imposible de describir por el pavor generado,  el lugar del mundo que les tocó transitar. Cuenta la historia , por ejemplo, que un feligrés, durante una noche avanzada de invierno y con el cielo cubierto por densos nubarrones, a caballo de un zaino, desde el boliche, emprendió con rumbo a su casa (el rancho); de repente, en medio del monte aledaño al camino, apareció una luz que se elevó con celeridad por sobre  los árboles y en dirección  a él acometió. No dudó ni un segundo, con velocidad felina descendió de su cabalgadura y extrajo el facón con el propósito de enfrentar al mismo diablo ¡Qué venga quién sea el mal! Gritó corajudamente al tiempo que blandía vigorosamente  el arma. Por lo visto, no se amilanó el misterioso “enemigo”; pues en ese mismo instante se iluminó completamente el monte y en el acto algo o alguien, sometió al osado a una feroz paliza. Luego de algunas horas, intensamente dolorido y con gran dificultad por las múltiples fracturas en el cuerpo, llegó a su vivienda y con gritos aterradores despertó a su esposa y los siete hijos, los que no trepidaron en llevarlo con la mayor premura al sanatorio del pueblo más próximo. Finalmente, quedó en aquel paisano, como sentencia grabada a fuego, la idea de que las fuerzas del mal no deben enfrentarse jamás, sino evitarse.