Aconteció en todos los tiempos y,  especialmente, en muchos sitios que de cierto modo fueron cuna de la civilización universal. Se trata de la acción que filósofos y científicos  dedicaron, a través de sus pensamientos,  con el propósito de contribuir a la    mejor comprensión de la existencia humana, al interpretar de manera adecuada los diversos emprendimientos que requiere la vida en cada jornada. Y es indudable que ese resultado beneficia a todo el mundo, sin distinción de clases, credos o cualquier otro aspecto que podríamos definir, incluyendo también a  pueblos recónditos y esparcidos sobre la faz de la tierra.

Y de este empeño, entre tantas cosas, fueron surgiendo frases de trascendencia global y atemporales. Por ejemplo: “Mi pacifismo, no deriva de una teoría intelectual: se funda en mi profunda aversión por toda especie de crueldad y de odio”, de Albert Einstein; o “Para ser genio, es necesario tener un 98% de perspicacia, y con solo el 2% de inteligencia basta”, solía afirmar Tomas A. Edison; o “La violencia es el miedo a los ideales de los demás”, por  Mahatma Gandhi; o “La ventaja de tener mala memoria es que se goza muchas veces de las mismas cosas”, aseveraba Friedrich Nietzsche; o “Si me ofrecieran la sabiduría con la condición de guardarla para mí, sin comunicarla a nadie, no la querría”, aseguraba Lucio A. Séneca; o “La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”, decía Marco T. Cicerón; o  “La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces”, expresaba Julián Marías; o “El hombre se diferencia del animal en que bebe sin sed y ama sin tiempos”, de José Ortega y Gasset; o “El único Estado estable es aquel en que todos los ciudadanos son iguales ante la ley”, aclaraba Aristóteles; o “El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento”, manifestaba Platón; o “Antes de empezar un viaje de venganza cava dos tumbas”, concluía Confucio; o “La hermosura es una tiranía de corta duración”, indicaba Sócrates; o “Nada envalentona tanto al pecado como la indulgencia”, señalaba William Shakespeare; o “La actividad más importante que un ser humano puede lograr es aprender para entender, porque entender es ser libre”, por Baruch Spinoza; o “No hay nada repartido de modo más equitativo que la razón, todo el mundo está convencido de tener lo suficiente”, destacaba René Descartes; o Henry Ford, que sostenía: “Calidad significa hacer lo correcto cuando nadie está mirando”; etc.

El sentido práctico de las cosas, equivale al entendimiento de los procederes de la vida, que no es más que la capacidad para darse cuenta en los órdenes más diversos que en cualquier instante quisiéramos considerar. No obstante, para fomentar dicha aptitud, sin importar el volumen que de ella la vida nos legó, es capital fortalecer a través del tiempo, la educación y, con ella, la propia identidad personal, todo lo cual implica consolidar la individualidad que a cada sujeto pertenece. Pero, detrás de ese objetivo, jamás debiéramos perder el sentido de ser parte indisoluble de un conjunto social, es decir, de un pueblo, que si naturalmente lo ampliamos, tendremos una región y, más allá, incluso el mundo entero. Luego, el camino que invariablemente nos conduce a dicho resultado, es precisamente el que evita la masificación, aquella que tiende a convertirnos en un objeto o, también, a incursionar en fanatismos que suelen conducir a penosas derivaciones.

Por consiguiente, la primera cuestión planteada tiende a diluir la  personalidad del sujeto, la torna insulsa y dependiente, por lo tanto carente de  acciones eficaces destinadas a proteger su interés personal. Y esta propensión a perder la identidad   suele beneficiar a individuos, cuyos designios consisten en crear movimientos  ideológicos muchas veces de contenido infausto para un determinado pueblo, mientras pregonan a los cuatro vientos que únicamente el interés común los alienta y, por eso, la muchedumbre sometida por la falta de pensamientos individuales adecuados, se agrupa  y responde tal como se tratara de adiestrado y fiel rebaño.

En cuanto al segundo argumento, que centramos en el fanatismo, es un sentimiento que  proviene del fundamentalismo, por lo general de origen religioso o político, y  que impulsa el sometimiento total a determinada doctrina, cuyos preceptos establecidos en libros sagrados o fundacionales,  no aceptan ninguna réplica o interpretación de su doctrina. Pero además, de esta matriz nacen otros dos aspectos: el extremismo, por las graves consecuencias que generan las posiciones intransigentes, irreflexivas e inflexibles. Y el terrorismo, que es realizado para imponer su doctrina.

Sin embargo, es preciso aclarar que existen otros tipos de fanatismos. Tal el caso en que califican como fundamentalistas a determinados sistemas de pensamientos asociados a la cultura, la filosofía y la economía, con el fin de remarcar su condición dogmática inflexible. O cuando, según el folclore universal y por analogía,  nos referimos a figuras del deporte, la música o histriónicas, y son aquellas que con singular talento  fomentan  vastas emociones en el ánimo de la gente.