laura-bajando-los-caracolesTranscurría una cálida mañana de enero, cerca de las 11 horas y en instantes que el sol hacía sentir su rigor natural a través de la temperatura, cuando mi familia y yo retornábamos a casa en el auto marrón, unos dormitaban,  mientras  otros recordábamos con  inevitable nostalgia  por alejarnos del inmenso oceáno y la frescura que ofrecen sus aguas. Además de las condiciones que, en la costa, asegura la corriente marina de Humboldt, con temperaturas que oscilan entre los 9 y 28 grados para esta época del año, y raramente supera  el 25% de humedad. Por todo esto,  en Viña del Mar, podemos disfrutar del verdadero paraíso climático y, como regalo adicional, del encantador panorama que muestra la bahía durante el día  y en especial por las noches.

 En marcha y absortos en esas placenteras sensaciones estábamos, pese al calor reinante que arreciaba cada vez con mayor intensidad, por lo cual nos impulsaba a extrañar de veras la costa de aquel hermoso lugar, cuando de repente,  al  aproximarnos a un  sector del camino denominado “los Caracoles”, a escasos  kilómetros de la aduana chilena y al salir de una curva bastante pronunciada,  observo a 3  ó 4 personas vestidas con ropas de color azul y cascos amarillos, por cuyo aspecto aparentaban ser operarios de vialidad, ellos nos hacían ampulosas señas, agitando sus brazos. Sin embargo, al no ver absolutamente nada raro sobre el pavimento, ni tampoco en las inmediaciones, proseguí la marcha a velocidad bastante reducida.

 Grave error el mío, porque a continuación y como un relámpago, divisamos un alud formado con agua, barro y piedras que descendía velozmente por la ladera de una  montaña enorme, ubicada a la izquierda del camino. Entonces, ante el peligro inminente, atiné a poner la 2ª  marcha y  aceleré a fondo, creo que fueron fracciones de segundos, ni cuenta me dí, en el momento que esa avalancha cruzó la ruta como una tromba, tenía unos veinte metros de frente y emitía un aterrador sonido de trueno en su desplazamiento. Ante tremenda situación, las consecuencias, que podrían haber sido catastróficas, al final resultaron  muy leves para nosotros, pues solo alcanzó a salpicar con barro la parte posterior del vehículo. Y lo más importante de todo es que nos habíamos salvado.

Unos cien metros más adelante  detuve la marcha, y necesité respirar profundo por un instante para recuperar la calma, luego desanduve a pie ese tramo con el propósito de pedir disculpas a esos trabajadores y, a la vez, explicarles que no logré comprender a tiempo su advertencia.  Allí  me explicaron con amabilidad que el siniestro se produjo porque en la parte alta de la montaña  se había reventado un caño de grandes dimensiones, y utilizado para transportar agua.

 Este acontecimiento también  produjo en mí una reflexión de vida: si en cualquier lugar  de una ruta alejada de zonas pobladas, alguna vez observamos a personas desconocidas que nos hacen señas de advertencia, no siempre es para robarnos, sino que a veces nos quieren ayudar. Ahora, ¿cómo podríamos distinguir la verdadera intención en cada caso?