Había que asistir a la paciente, recién operada en un tradicional hospital ubicado en las adyacencias del Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba; mientras transcurría una primavera en la década del ´60; sin  embargo, por la temperatura reinante, parecía que  continuaba el invierno. Y cuyo fenómeno natural, ahora  permanece en el recuerdo de otros tiempos.

 Sola en la habitación convalecía Laura, por eso su hermano menor, Pinoto, organizó un viaje desde el este provincial. Y para ello invitó a un amigo de toda la vida, al que llamaban Picheta, y agregó un sobrino de apenas 14 años de edad, Pitín era su nombre. En cambio, los mayores rondaban las cuatro décadas; y pese a sus edades jamás habían estado en Córdoba capital; por consecuencia, para ellos el viaje estaba plagado de incertidumbres y miedos; sensaciones bastante normales en aquella época, cuando todavía los campesinos  carecían casi por completo de medios informativos. Inducidos además por la indiferencia habitual de lo que pudiera acontecer más allá de sus fronteras domésticas.

 Arribaron a la terminal en colectivo que provenía del pago, en momentos que el reloj indicaba las 15 horas en punto. Y en breve, a bordo de un taxi, fueron rumbo al sanatorio; no obstante, en las proximidades del nosocomio avistaron un cartel que expresaba: “Hospedaje”. Entonces ordenan detener el vehículo y allí lograron alojarse. El sitio era realmente una pocilga; pero para ellos, acostumbrados a la humildad extrema, tan mal no estaba. Tanto es así, que Picheta debió compartir la habitación con un extraño sujeto y de aspecto preocupante; con todo, también Picheta tenía lo suyo: enorme bigote negro, tipo escobillón, 1,90m de altura y ojos desorbitados, como si estuviera espantado. Por su parte Pinoto y Pitín compartieron una cama de dos plazas, con elástico vencido y apariencia de haber soportado grandes embates a lo largo del tiempo.

 Luego visitaron a la paciente y todo estaba muy bien, en grado tal que ni siquiera necesitaba la asistencia de alguno de los tres voluntarios. Por ello, cuando habían transcurrido dos horas aproximadamente, retornaron al hospedaje con el propósito de acicalarse convenientemente, y pronto los pajueranos salieron hacia el centro de la cuidad. No obstante, sobre la marcha nomás, cambiaron por ir a la zona de la estación de trenes en el barrio de Alta Córdoba; pues tenían información de que en este lugar había varios bares muy concurridos por los viajeros. De esta manera recalaron en la conocida esquina, justo frente de dicha estación; una mesa contra la vidriera fue el sitio ideal, porque  permitía otear adecuadamente el panorama. Allí pidieron sendos aperitivos, acompañados por una discreta picada y enseguida comenzó el diálogo sobre lo que estaban observando en ese lugar enorme, totalmente desconocido para ellos.

 En cierto momento una mujer de aparente vida liviana se acercó al mostrador y dio un cariñoso abrazo a un corpulento morocho, que acodado al mesón bebía con demasiada avidez. Entonces Pitín, tal vez por su intrépida juventud, ideó una broma y dijo a sus compañeros veteranos: “Yo le voy a hablar”. Los que  gritaron a dúo: “¡No te hagas el loco, porque aquí nos van a agujerear la panza!”. Y pese a la encendida advertencia el bromista se dirigió al mostrador. Esta actitud trastornó de miedo a los cuarentones, que a los gritos llamaron al mozo, pagaron la cuenta y raudamente se lanzaron a la calle, sin siquiera terminar la bebida, ni la picada. Y tomaron por la calle R. Sáenz  Peña, rumbo al centro; en tanto que Pitín los dejó alejarse unos 40metros  del bar y luego pasó corriendo a toda velocidad al lado de los veteranos, al tiempo que gritaba: “ ¡¡Se viene el negro con el cuchillo en la mano!!”. La reacción de los asustadizos fue explosiva y al joven pasaron en la frenética disparada. Habían corrido unas dos cuadras, cuando un patrullero de la Policía accionó la sirena y cruzó en el camino de los fugitivos, al tiempo que los efectivos impartían la voz de alto. En consecuencia, los tres frenaron bruscamente la marcha y jadeantes levantaron muy altas las manos, con expresiones de fenomenal espanto en sus rostros; al momento que Picheta gritaba: “¡¡Nos quieren matar!!”

 Ante tamaña derivación, rápidamente Pitín confesó la verdad a los policías y casi en el mismo instante sonó con estridencia un coro de carcajadas de los uniformados, que pronto se alejaron del lugar. Mientras que la naturaleza dibujaba el crepúsculo en el horizonte y la tarde languidecía suavemente en el barrio de Alta Córdoba.