El tiempo es la representación de la eternidad en movimiento. Y en esta misma dinámica va dejando su impronta, que podría ser superficial o profunda. Sin embargo, no todo realiza el tiempo al transcurrir, sino que el ser humano también hace su aporte. El cual no siempre sintoniza con las formas del tiempo, puesto que el mayor interés del  hombre radica en la propia conveniencia,  algunas veces basada en errores de criterio y en otras, por depender exclusivamente  de su  egoísmo personal, cuyo motivo podría  colisionar  inclusive con la sincronización general creada por la perfección del Universo. Es decir que, de este modo, el hombre define una diferencia básica respecto al comportamiento de animales y vegetales dentro  del medio natural que les dio la vida,   donde  a cada uno brinda los medios necesarios para su normal  existencia. Y al final, a todos por igual asigna un sitio en el tránsito a la eternidad.

Entonces, resulta indiscutible que el  humano suele no imitar la huella que regularmente va plasmando el tiempo al pasar, pues en el trato diario con la naturaleza, introduce su inclinación económica. Por la cual tiende a apropiarse de un espacio del planeta, que luego intenta  expandir  mientras discurre  el tiempo, en tanto va modificando las cosas  para multiplicar la rentabilidad en provecho propio. Peligrosa alquimia, cuando el dinero es la meta principal, más los bienes materiales y el poder,  en momentos que este  conjunto define la trilogía de un fin esencial.

 Sin embargo en este instante solo consideraremos el aspecto funcional referido a los usos y costumbres, basados en valores sociales y económicos, cuya entidad capital permite, o no, una vida compatible con la sociedad civilizada. Por ello, y según observamos  a través de los años, las reglas van cambiando como un torrente que arrolla e invalida casi todo lo que las generaciones anteriores construyeron. Es  un verdadero alud que, a su paso, rápidamente declara obsoletas a las cosas que hasta ayer eran novedades de la ciencia o la tecnología, pero en ese embate devastador lo más penoso es que se incluya a las personas que  poco tiempo atrás aún estaban  capacitadas para entender a la perfección  los  medios tecnológicos aplicados en su trabajo de todos los días.

Y si de todo lo anterior, como resultado general,  únicamente nos quedamos con lo que podría incluso denominarse “exabrupto social”, fundado  en ese recurso que augura un poco de dinero en breve, más la fama que permitiría elevar la autoestima y la posibilidad de un mayor caudal de ingresos en el futuro. En esta amalgama de valores parecería que el fin termina en el “todo vale”, donde en programas de televisión, en especial, proliferan insultos, peleas, críticas mordaces, noticias espeluznantes e historias “verdes”. No obstante las “caras de asombro” de los que dirigen algunos de esos programas, para el fino observador no es difícil captar que esa teatralización consiste en parodias inventadas con el propósito de cautivar a cierta audiencia desprevenida.

Y el meollo de las consecuencias en este asunto, tal como sucede ahora, ¿importa a alguien? Porque son programas que, muchos de ellos, se emiten dentro del horario de “protección al menor”. Sin embargo, cabe destacar que a la empresa productora le interesa la ganancia como objetivo fundamental. Por consiguiente, los organismos de control deberían ser los encargados de  velar por la salud social de la población  y, en particular, la referida a los menores, dado que por naturaleza son  propensos a incorporar vicios que inducen luego a equivocar el camino más lógico. Entonces, ante esta realidad, ellos necesitan la intervención del Estado, pues solo con el esfuerzo de los padres no basta, dado que el ímpetu arrollador del exabrupto social tiende a desplazarse como un  aluvión, y sus consecuencias  a simple vista son moralmente devastadoras.