Resulta difícil dudar si es verdad o no, que el civismo  asegura el camino hacia un orden social adecuado, y cuya utilidad se alimenta naturalmente con el cumplimiento de  las normas generales, que podrían ser  puramente sociales, económicas o políticas. En consecuencia, y de este modo, con el paso del tiempo la dignidad se consolida en volumen suficiente para honrar la vida individual y de la sociedad en su conjunto. Más el prestigio y  respeto que, por ello,  logramos  instalar en el ánimo de otros pueblos, precisamente los que residen al otro lado de nuestras fronteras. Luego, creemos necesario aclarar que  esta exposición carece de eufemismos, con el único fin de alcanzar un impacto realista en el entendimiento del lector.

 Durante los últimos tiempos transcurridos, en el mundo una dinámica fue adquiriendo entidad en el molde cultural de algunos pueblos esparcidos por su geografía, y con tendencia a sectorizarse como un verdadero error, cuyo síntoma principal, es un evidente menoscabo del contrato social  que debería imperar en determinado estado. A la vez se agrega la tendencia  a  producir una relación conflictiva con otros países, solo por falta de coincidencias políticas  las cuales  ubican siempre en la cima de las relaciones internas y externas, como un auténtico rito. Por consiguiente, no son más importantes las ventajas económicas para el pueblo, ni tampoco  los beneficios que derivan de la paz local o mundial.

Y allí justamente, es terreno fértil donde los regímenes populistas prosperan y van  ganando espacio, cuyos recursos de propaganda ideológica  basan en la degradación  de algunos valores fundamentales de toda sociedad civilizada. Por ejemplo: educación,  trabajo,  honradez, libertad,  tolerancia funcional y el legítimo derecho de propiedad. Más la difusión del odio y la persecución sistemática  a quienes piensan distinto, incluso de cualquier modo enarbolan los procedimientos necesarios para lograr una justicia dependiente y funcional ante los riesgos que podrían surgir por soslayar continuamente  el texto de las leyes. A la par que despilfarran fortunas del erario público para difundir, por todos los medios imaginables, que el máximo objetivo transita  por el camino de la justicia social, merced a una equitativa distribución de las riquezas. Pero todo, absolutamente todo, es pura ficción, es un verdadero relato (empleando un neologismo). Y de ello, dos hechos fundamentales emanan: primero, es que no se conocen líderes empobrecidos en tales movimientos, sino más bien todo lo contrario. Segundo, estos regímenes hasta el presente terminaron en estruendosos fracasos,  pues así lo informa  la historia contemporánea la cual no contempla excepciones válidas, y cuya ilustración está al alcance de cualquier ciudadano común. Por todo esto, ¿acaso tales regímenes no tienen el cimiento  de una verdadera dictadura fascista y anidan con preferencia en los países subdesarrollados?

Y  en el transcurrir menoscaban valores que son universales, pues alimentan esencialmente su fuerza con la participación activa de muchos que no poseen un trabajo legítimo ( y aquí nos referimos únicamente a los que en realidad  desprecian el trabajo justo), ni tampoco estudian, mientras que desde el  poder  justifican la inoperancia  con una letanía lisonjera fundada en verdades a medias o simplemente en excusas, las cuales consisten en manifestar que: “en el hogar nunca tuvieron medios ni estímulos”,  “que la misma sociedad los dejó  fuera del sistema”, “no  fueron alimentados adecuadamente durante la niñez”, etc. Es decir que para lograr fines no se repara en medios, todo vale. Y son los mismos que van destruyendo la cultura del trabajo, pues desdeñan el esfuerzo honrado dedicado a formar parte de una comunidad civilizada, sin importar siquiera,  que  el trabajo es una obligación bíblica, aparte de un deber social irrenunciable.

Entonces, tal estimación es la condición básica para que cada individuo pueda enrolarse en ese  movimiento que provee facilismos y, por contraprestación, los  recluta como fuerza de choque en contra de cualquier manifestación legítima  que intentaría realizar la otra parte del pueblo, aquella que apostó a vivir con urbanidad. Incluso, en algunas oportunidades esos mismos individuos suelen figurar como  entes destinados a crecer el número a la hora de mostrar cantidades en las calles, de fabricar ruido como sinónimo de popularidad. Pues esto es lo que intentan hacer creer al mundo para, precisamente, difundir su propia ideología política,  consolidarse en el poder y, si pueden,  eternizarse  inclusive. Y todo ello acontece porque el análisis de los hechos, muestra que los movimientos en cuestión, en esencia  y de manera subyacente no creen en la democracia como estilo de vida.

Por último, y en base al  informe  de la historia reciente, muchas dudas aparecen sobre si en realidad estos regímenes tienen como meta prioritaria desarrollar políticas más justas para su pueblo o solo es el pretexto básico para colmar las propias ansias de poder e implantar credos a ultranza. Y, de paso, sin hostigar tampoco  el beneficio que rápidamente se va acumulando en las arquetas de unos cuantos.