Cuando concibamos que gobernar es servir al prójimo y jamás servirse de él. Y para ocuparse de los demás, por sobre todas las cosas, es necesario poseer un espíritu de desprendimiento genuino, un espíritu apasionado por ser útil a la gente, y sin pretender más que ser reconocido mientras cada acto de servicio tenga como  propósito vital, el beneficio de su pueblo. Si contamos con un gobernante de esa talla, tendremos la mitad del problema resuelto, pues la figura cardinal es idónea, sin embargo queda por solucionar la otra mitad del asunto. Por lo tanto, esa otra mitad aún irresuelta consiste en que todos los colaboradores funcionen en sintonía con la autoridad central, es decir que participen de la misma filosofía valorativa, con carácter de postulado sacramental. Ya que de lo contrario, si en la función pública domina el interés personal o sectorial, sobre la conveniencia general,  los reiterados fracasos en el gobierno estarán asegurados en el tiempo. Pero lo más penoso es que el pueblo pagará siempre las consecuencias de tales frustraciones.

 Como la perfección inicial de toda estructura política es tan solo un ideal, la máxima autoridad  tendrá que ir puliendo los procederes en los diversos estamentos, comenzando por el responsable principal de cada área, y para cuando  observe que  tal o cual funcionario anda por la banquina, siempre tenga colocado un zapato puntiagudo para pegarle una buena patada en el traste y desplazarlo enseguida. De este modo, el pueblo lo aplaudirá de pié, aparte de ir consolidando el aprecio hacia su mandatario.

En consecuencia, con solo  transcurrir, el pueblo comprobará desde su platea normal el espíritu de entrega de su gobernante, también observará el concepto sobre el servicio público,  más la   honorabilidad desplegada durante su función, todo lo cual converge para construir una imagen de sólido respeto recíproco, si las manifestaciones son siempre positivas. Y juntos verán  que el orden civilizado es la mejor manera de compartir el mundo. Por ello la reacción espontánea y generalizada del pueblo es ayudar a su estadista con el mayor esfuerzo por  las estimaciones  de orden básico que se necesitan para una convivencia digna, porque ese gobernador se convertirá naturalmente en el polo donde convergen el respeto, la admiración y el reconocimiento, por eso, su pueblo fomentará la tranquilidad y la confianza pública, lo cual creará una serie de condiciones políticas, sociales y económicas que benefician al conjunto y genera complacencia,  incluso en sitios más lejanos, en aquellos  allende las fronteras.

Todo es tan simple cuando uno sintoniza las cosas lógicas de la vida, sin  embargo, en la práctica siempre es difícil  lograr que muchos  hombres entiendan que ese pequeño pero esencial cúmulo  de atributos cívicos, asegura y optimiza el fundamento de una vida en sociedad. Por fortuna, también son numerosos los que entienden, no obstante restringido es el  lugar donde podrían expresar sus  ideas, pues la política imperante durante largos años adoleció con demasiada frecuencia de la ausencia de altruismo, condimento básico para nuestros fines cívicos.  Tampoco, existen foros de la democracia, donde la pluralidad de ideas sea la norma y donde la verdadera democracia sea la cuestión permanente. Por lo tanto, suele suceder  que los futuros mandatarios  emergidos de  lugares restringidos, carezcan de magnanimidad y por ello, luego de las elecciones actúen con “piloto automático” detrás de fines personales o sectoriales inconfesables, desdeñando  la voz de su pueblo. Es en síntesis cuando toman el rumbo opuesto a las estimaciones de los atributos cívicos, tal como definimos en el  primer y segundo párrafo del presente escrito. Y ante las dudas, propongo la afirmación de Aristóteles, pues  ayuda a entender mejor las cosas: “La única verdad es la realidad”.